viernes, 10 de agosto de 2007

HISTORIAS

Mi suegra nació en Alemania en 1927. Tenía doce años cuando empezó la Segunda Guerra Mundial y 18 cuando terminó.
Vivió el final de su infancia y toda su adolescencia bajo el reinado de Hitler, en una Alemania que transitó de la euforia a la derrota hasta terminar desangrada.
A sus ochenta años, es de los pocos testigos de la Segunda Guerra que siguen vivos. Y no es cualquier testigo. La señora es un personaje. Aunque casi no sale de su casa, y ya sólo la conoce un puñado de la gente de su pueblo, créanme, lo convencional en ella desaparece en cuanto se larga a hablar. No he conocido un ser más complejo, ni un mejor relato. Salta de un acontecimiento a otro, intercala, interpela, se pregunta, se responde, gotea resentimiento, saca conclusiones, se emociona y se avergüenza, pero igual se justifica. Del horror a la gloria con la naturalidad de quien vive en la comunión de los extremos. Será que lo que vivió en su juventud, le clavó como una estaca la convicción de que la línea que separa lo bueno de lo malo, el triunfo de la derrota, es frágil y difusa, y que las ilusiones no son más que eso, ilusiones.
Le gusta contar las pequeñas historias de su pueblo en esos días de guerra. A veces cuenta de sus aventuras en la Alemania nazi, a ratos, con el candor de la niña que era entonces, a otros, con la mirada de una anciana…….
Imposible reproducir sus cuentos. Lo que sigue es un pálido intento. Su único mérito es el de narrar hechos que acontecieron de verdad, con la mirada de quien fue a la vez protagonista y testigo de una de las épocas más tremendas en la historia de los hombres.


……“Fue durante el frío invierno del 44.
La gente no tenía que comer. Ni comida ni esperanza.
Nosotros teníamos muy poco, pero no pasamos hambre, porque mi abuela Grete nos mandaba comida del campo. Los campesinos, que en esa época todavía acarreaban agua del pozo, se convirtieron en los reyes en esos tiempos de hambruna. Se decía que tenían los establos alfombrados con alfombras persas y que las gallinas comían en fuentes de plata.
La gente de la ciudad partía con lo que tenía, su porcelana, sus cristales, sus joyas, para cambiarlos por comida. Yo misma cambié un saco de papas que me regaló mi abuela, por un violín.
El hombre me entregó el violín sin ninguna ceremonia, todavía lo tengo, le habrá dolido, pienso yo, pero quizás no, porque cuando hay hambre, sabes, el ser humano vuelve a lo esencial. A las cosas se les esfuma su valor, se reducen a algo absurdo…es la dictadura de las tripas.

Llegó febrero, blanco de nieve, con un viento despiadado, que nos hacía acordarnos con horror de nuestros soldados en el frente ruso.
Nosotras, seguras de estar haciendo un aporte a la “patria”, deshacíamos nuestros chalecos y tejíamos calcetines. ¡Que ridiculez!, como si un calcetín, alguna vez, hubiera salvado la vida de un soldado.

Uno de esos días, la Tante Erna, la hermana de mi mamá que vivía con nosotros, partió donde la abuela a buscar un chanchito.
Era un viaje largo, parte del camino en tren, y parte a pie. Después de varias horas llegó muerta de frío a la casa de la abuela, y no se alcanzó ni a calentar cuando tuvo que partir de nuevo, esta vez arriba de una carreta y con el chanchito prisionero en un saco. Llegó a la estación corriendo con el chancho al hombro, y de un solo salto se subió al tren de los mineros. Los mineros no iban a la guerra, alguien tenía que sacar el carbón.
El chanchito ni chistó durante el viaje, pero para mí que igual metió ruido, y los mineros simplemente no denunciaron. Más de alguno habrá tenido su propio animalito escondido debajo de la escalera.
En ese tiempo había que registrar los animales de granja ante las autoridades de abastecimiento, pero nadie lo hacía, aún a riesgo de irse preso, porque inmediatamente te cortaban las estampillas de racionamiento y salías perdiendo.

La Tante Erna llegó en mitad de la noche a la estación. Mi papá estaba esperando con un carretón de mano, subieron al chanchito, caminaron tres horas y de madrugada llegaron a la casa. Ahí lo acomodamos en el subterráneo, al lado de una cabra que teníamos escondida.

Nos denunciaron, por supuesto, y yo se quien fue: esa bruja colorina, todavía vive la vieja de porquería, tiene como 100 años y va a haber que matarla a palos, y los palos se los pegaría yo, si no fuera que también estoy tan vieja. El cuento es que llegó el inspector, nosotros aterrados, por supuesto, entró al subterráneo, miró para el techo y dijo: no veo ni huelo nada! ¡imagínate!

Cuando llegó el minuto de matar al chanchito, mandamos a llamar a mi tío Hans que llegó hacha en mano. Abrimos de par en par las ventanas, y mi hermana la Gertrud se sentó al piano, tan tatata tan, nadie jamás ha aporreado más fuerte el concierto Nr 5 de Beethoven, a duo con los gritos del pobre chancho.

Lo que pasa es que las cuatro hermanas Stadtfeld éramos músicas. Tocábamos pésimo, pero por lo menos tocábamos. Por eso, porque rasqueteábamos el violín y el chello, nos reclutaron y partimos a Polonia con la orquesta de la “asociación de niñas alemanas”.
Eso fue el año 42, cuando todos estábamos seguros de que Alemania ganaba la Guerra. Ibamos felices, a pesar de la angustia de nuestros padres. ¡¡¿Te das cuenta?, ¡¡las cuatro hijas!! , las cuatro con nuestros violines y nuestras trenzas rubias, que eran algo así como un pasaporte ario, para que andamos con cuentos.

Tocábamos para los soldados y para los alemanes polacos. Nuestros escoltas eran soldados de la SS, que no nos dejaban ni a luz ni a sombra.

Y ahora vine lo terrible: dormíamos en casas de judíos. Casas que estaban completas, con sus cuadros, con sus muebles, con la ropa colgada en los roperos. Eran casas de fantasmas, a las que se les había arrancado la vida, eran casas casas de judíos. Nos acostábamos entre sus sábanas, apoyábamos nuestras cabezas en sus cojines y sentíamos su olor. Sin querer nos apoderamos de la intimidad de esas personas, que me imagino, nunca más volvieron a su hogar. Fue algo espantoso, y al día siguiente, a seguir cantando, coronadas con flores y con cintas, sobre una carreta adornada con arcos de madreselvas y jazmines.

Fue ahí que los vimos. Venían avanzando en procesión, hombres viejos, mujeres ancianas, madres con sus hijos al pecho. Era una caravana interminable, iban a pie, o en camiones, apretados, peor que ganado que va al matadero. De repente, y hasta el día de hoy me persigue, mis ojos se toparon con los ojos de un viejo. Iba sentado en el borde de un camión, demacrado, balanceando sus piernas flacas. Me maldice, pensé... ¡este hombre tiene que maldecirme!
Y ahí ves tú, esa es la prueba de que no existen ni bendiciones ni maldiciones. Yo viví mi vida lo mejor que puede y llegué a vieja, mientras el pobre hombre fue muerto, su familia fue asesinada, probablemente sus amigos, su pueblo entero.

Por una descoordinación,- cosa que te prometo pasaba poco, porque en esa época, a pesar de la guerra, funcionaban los trenes con horario riguroso, funcionaba el correo, funcionaba casi todo- nos llevaron a la estación para trasladarnos a un pueblo cercano. Llegamos al mismo tiempo que subían a un grupo de judíos a un vagón de carga.
Los iban contando y chequeando,uno por uno, lista en mano. No se para que los contaban tanto, si después los empuaron arriba de un vagón sin ventanas, cerraron la puerta por fuera, y la sellaron con plomo y un soplete.

Las cuatro hermanas nos tomamos de las manos para darnos fuerzas. Ya habíamos comprendido que esas personas iban a la muerte, (.....esos niños...esos niños...)
pero no podíamos llorar frente a los soldados de la SS, habría sido una muestra de debilidad imperdonable.

Y ahí tienes, ni la Annelise, ni la Gertrud, ni la Gretel, y menos yo, hemos llorado de pena en nuestras vidas. Penas hemos tenido, y muchas, pero nos avergüenza el llanto, casi lo despreciamos. En mi larga existencia he llorado sólo un par de veces, y esas veces, he llorado de rabia.